| En un lugar desierto del Desierto,                            se empezaron a oír unos ruidos extraños, que no era                            el lamento del viento. 
 ... De donde únicamente podían salir                            los extraños sonidos era de la pirámide cercana; pero                            dentro de la pirámide no había nada. Mejor dicho, había                            una «cosa», ¡la momia! -porque una pirámide sin momia                            es como un fantasma sin castillo-.  Así que los lejanos vecinos de las                            pequeñas casas apiñadas como hojaldres estaban -no precisamente                            encantados por la pirámide encantada-, estaban ¡aterrorizados!                           De la abandonada pirámide seguían saliendo                            ruiditos misteriosos día y noche (de noche daban más                            miedo).  Los antiguos nómadas, hoy sedentarios,                            tranquilos (e intranquilos) habitantes de las casas                            y tiendas de alrededor dispusieron sus dromedarios y                            sus camellas e iniciaron la caravana hasta el próximo                            poblado «civilizado » y... ¡raptaron al médico!  Bien raptado y maniatado, llevaron                            al doctor hasta la pirámide y, colocándole junto a una                            de las piedras que -según los más viejos- era la antigua                            entrada al picudo monumento, empezaron los trabajos.                           A fuerza de cánticos, conjuros, palanquetas                            y, sobre todo, a fuerza de fuerza, cedió la puerta -que                            no era puerta, sino un enorme pedrusco.  El doctor dijo con miedo: Pa, pa, papa,                            pasen...  -Usted primero, doctor.  -No, por favor, ustedes primero...                            Yo... Yo no tengo nada que hacer aquí... A mí me llaman                            para que no se mueran los vivos, no para que resuciten                            los muertos... Lo mío es curar vivos, no sé nada de                            muertos, no entiendo de momias... Soy puericultor...                           -¡Hemos dicho que pase, doctor!  Y le dieron tal empujón que fue a parar                            a los pies del sarcófago... Después entró el cortejo                            de asustados cortesanos. Un silencio, bastante sepulcral,                            reinaba en la ante-tumba. Tumbada, quieta y vendada                            yacía la momia . La momia, estaba momia, que era lo                            suyo, momia y callada. Imposible que de su boquita vendada                            saliera el más leve susurro.  De pronto, se deshizo el hechizo, el                            silencio bastante sepulcral del que antes hablaba se                            vino abajo cuando... unos estornudos estruendosos retumbaban                            contra el eco del salón piramidal.  -¡Achís, achis!  Después, silencio de nuevo. Después,                            tímidos pasos. Los pasos aumentaban de sonido. No cabe                            duda, los pasos se acercaban.  En la semioscuridad de la nave apareció                            una cosa larga, que brillaba canosa.  ¡Apareció una barba! ¡Qué cosa!  Una bárbara barba, brillante y frondosa,que                            llegaba hasta el suelo y barría las baldosas. La barba                            habló: ¡No asustaros!  Era una barba con hombre. Era un hombre                            dentro de una barba, y no habló más... Se avalanzó sobre                            el doctor y le estrujó en un abrazo.  
 El caso es que Mirlín -que así se llamaba                            la barba-, además de ser un tío con toda la barba, era                            un serio sabio fuera de serie, y fuera del mundo -de                            nuestro mundo- involuntariamente.  El sabio Mirlín, hace muchos años,                            entró a visitar la pirámide con un grupo de turistas                            y, ensimismado en des cifrar ciertos jeroglíficos, se                            entretuvo más de lo ordenado y ¡le dejaron allí encerrado!                           -¿Y ahora qué hago? ¡Me he caído con                            todo el equipo!  -El equipo era: una mochila, una escopeta                            y una fiambrera.  ... Así pasaron años y años y durante                            este tiempo, Mirlín vivió como de cuento.  Vivió «científicamente» de milagro,                            digo «científicamente» porque supervivió gracias al                            muestrario de vitaminas que llevaba en su mochila y                            gracias a su intuición, espoleada por un instinto de                            conservación. (Esto que suena tan raro quiere decir                            que el tío, no se quería morir.) Gracias a su imaginación                            no paraba de soñar de día y pensar de noche...  Medio dormitaba Don Mirlín, en un recoveco                            rectangular, cuando de repente, la momia salió de su                            catafalco, se dirigió a él con la escopeta en la vendada                            mano y le ordenó:  -¡Cava!  -No te entiendo.  -Te digo que caves...  -Ya sé que quepo, pero ¿dónde?  -Baja al sótano, levanta la losa número                            siete, y cava.  -¡Ay, Dios mío! ¡Qué malito debo de                            estar! ¡La debilidí, la debilidad, me hace delirín,                            me hace delirán! ¡Veo vivisiones!... ¡Visones!  -No. No ves visones ni visiones. Ves                            momias, momia -en singular-, soy la única momia de la                            pirámide, salí, expuesta a todo, de mi nicho, para ¡salvarte!                            Obedéceme, Mirlín, ¡y cava!  -Y diciendo esto, la momia se volvió                            lentamente a su tumba.  ... Mirlín bajó al sótano como hipnotizado,                            y como no tenía otra herramienta, con los cañones de                            su escopeta, empezó a picar y a cavar y a escarbar hasta                            que levantó la losa número siete... Después, a sacar                            arena, con las manos, con los brazos, con los pies,                            hasta que caía rendido.  Así, días y días... y cuando ya se                            iba a morir de sed y su delgado cuello no le sujetaba                            la cabeza, un chorrito de agua fresca le espabiló, mejor                            dicho, le resucitó.  -¡Agua! ¡Agua! ¡Agua bendita! ¡Bendita                            agua!  -Y estuvo bebiendo media hora sin notar                            que el sótano se estaba convirtiendo en piscina de claro                            y fresco líquido. Cuando quiso salir, el agua le llegaba                            al ombligo. No sin gran trabajo volvió a colocar la                            tapa de piedra -la losa número siete- y salió corriendo,                            chapoteando, hasta alcanzar la escalera del laberinto                            que conducía a la nave antetumba.  -No hay misterio, todo es natural.                           La pirámide fue construida sobre un                            oasis-manantial, el siglo tal  -escribió el sabio Mirlín,  en su pizarra con un pizarrín-.  -Todas las mañanas, Mirlín bajaba,                            a beberse su tacita de agua.  Transcurrió mucho tiempo y Mirlín seguía                            en su pirámide, tranquilo, sin asustarse del silencio,                            de la soledad ni de la momia.  Hasta que un día se puso malito; hacía                            tiempo que se le habían acabado las pastillas de vitaminas                            y estaba que no podía con su barba. Ya se iba a morir                            -de nuevo-, pero esta vez no de sed, ¡de hambre!  Medio mareado bajó a la piscina a beber                            su tacita de agua, y cuando se agachó sobre el ancho                            pozo...  -¿Qué veo? ¿Qué veo? ¡Espejismo! La                            fiebre y el hambre me hacen ver visiones otra vez...                           -No, no, no eran visiones. ¡Eran peces!                            ¡Ja, ja, ja!, -me río yo de los peces de colores-. Lo                            que Mirlín veía eran pescados, que rápidamente fueron                            «pescados» por Mirlín a mano. ¡Había tantos! ... Allí                            mismo se los devoró, sentado en un escalón... Después                            se quedó dormido con el agua hasta la cintura; los peces                            le picaban la barba, que flotaba como una sirena, pero                            Mirlín ¡ni cuenta!... Y allí, donde pescó los peces,                            ¡pescó el catarro! Y allí empezaron las toses y los                            estornudos, que hacían temblar a los muros de las pirámides                            y a los lejanos habitantes.  -Ahora retrocedamos en el tiempo, volvamos                            a la última escena de la primera parte, en la que la                            barba con hombre se abrazó al doctor recién llegado,                            y debido a la emoción tosía y estornudaba con más fuerza.                           -¡Cúreme Doctor esta pulmonía,  no dejo de toser,  ni de noche ni de día,  lo de estornudar ya es una manía,  y en esta pirámide hay un eco horrible!                           -Y el doctor raptado  del cercano poblado  abrió su maletín  y le puso una inyección a Mirlín.  Mirlín estaba salvado,  desapareció el ruidoso constipado. GLORIA FUERTES | ||||||||||||||||||||||||
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